Cómo salvarse del infierno


La mayoría de las empresas reconoce que no tiene un conjunto eficaz de indicadores para evaluar sus operaciones. Por vanidad, pereza o necedad, entre otras cosas, los ejecutivos fallan al definirlos y usarlos. Conozca las claves para no cometer los siete pecados capitales de la medición del desempeño.

Por Michael Hammer

Medir el desempeño operacional sigue siendo un problema para las organizaciones. A lo largo de mi carrera me he relacionado con empresas de casi todas las industrias, y rara vez encontré alguna que creyera tener un conjunto eficaz de indicadores para sus operaciones de fabricación, servicio al cliente, marketing o compras. De hecho, pocos ejecutivos consideran que sus sistemas de medición son adecuados, o que ayudan a la compañía a mejorar su desempeño y alcanzar sus metas estratégicas.

Esto es sorprendente, por dos razones. En primer lugar, medir el desempeño operacional es tan importante que el problema debería haberse resuelto hace tiempo. Segundo, porque las empresas han desarrollado, en los últimos años, sistemas mucho más sofisticados, basados en herramientas como el balanced scorecard, los indicadores clave del desempeño y los tableros de control computarizados. No obstante, los ejecutivos con los que hablé del tema coinciden en que miden mucho o muy poco, o que miden las cosas equivocadas, y que no usan sus indicadores de manera eficaz.

Lo más curioso es que gran parte de esos indicadores tienen, por lo general, poco sentido. Al analizar el porqué descubrí que las organizaciones suelen caer en una serie de errores recurrentes, a los que llamé "Los siete pecados capitales de la medición del desempeño".

1. Vanidad
Una de las faltas más comunes es usar indicadores que, inevitablemente, mejorarán la apariencia de la organización, de su gente y, sobre todo, de sus gerentes. Esto ocurre porque las recompensas y los premios están atados a resultados medidos en términos de esos indicadores. En el área de Logística y Distribución, por ejemplo, es común que una compañía evalúe su eficiencia de acuerdo con el cumplimiento de la fecha de entrega prometida. Pero así se fija un objetivo demasiado bajo —y absurdo—, porque basta con prometer cosas que se pueden cumplir. Peor aún, las compañías suelen medirse contra la fecha final comprometida con el cliente después de los cambios realizados en el cronograma de entregas. Y se necesita mucho esfuerzo para incumplir tal promesa. Además, alcanzar buenos resultados en este indicador tiene escasa relevancia para el desempeño corporativo, ya que no genera satisfacción en el cliente. Es preferible medir el desempeño respecto de la fecha de pedido del cliente; claro que alcanzar esa meta es más difícil, y podría impedir que los gerentes cobren sus premios.

En una empresa dedicada a la refinación de metales, el resultado de una medición más precisa no fue recibido con gran entusiasmo. La compañía utilizaba el rendimiento —porcentaje de materia prima que se convertía en producto vendible— como indicador clave del desempeño, y todos estaban satisfechos con una cifra consistente de más del 95 por ciento. No obstante, ese número pasaba por alto la diferencia entre productos de alta y baja calidad. Entonces empezó a medirse el rendimiento del producto de más alta calidad, y la empresa descubrió que la cifra rondaba el 70 por ciento, una representación más exacta del desempeño real.

2. Provincialismo
Este pecado se comete al permitir que las fronteras departamentales impongan los indicadores. Por ejemplo, el presidente ejecutivo de una compañía de seguros se queja por tener que destinar mucho tiempo a resolver disputas entre las áreas de Ventas y Suscripción. Las ventas suelen medirse en función del volumen, de manera tal que el incentivo del vendedor es capturar cualquier cliente dispuesto a comprar. Por el contrario, las suscripciones se miden en términos de la calidad del riesgo, lo que lleva al personal de ese departamento a rechazar a todos los clientes potenciales, con excepción de los mejores.

En otro caso, al sector de Transporte de un minorista se lo medía por los costos del flete. En consecuencia, siempre buscaba los mejores precios de envío, aunque ocasionaran entregas a destiempo, con la consecuente falta de stock o el caos en las plataformas de recepción.

3. Narcisismo
Medir según el punto de vista de la empresa, en lugar de hacerlo desde la perspectiva del cliente, es un delito imperdonable. Por ejemplo, un minorista evaluaba a su departamento de Distribución en función de que los productos de las tiendas coincidieran o no con los niveles de stock disponibles especificados en el Plan de Ventas y Marketing. Con este sistema, la disponibilidad era de un 98 por ciento. Pero, cuando decidió medir hasta qué punto los productos de las tiendas coincidían con lo que los clientes querían comprar —y no con lo que el plan requería—, la cifra bajaba al 86 por ciento.

Muchas veces se evalúa la efectividad del cumplimiento de los pedidos teniendo en cuenta si el envío salió en la fecha programada. Esto sólo le interesa a la empresa, porque para el cliente lo importante es la fecha en que lo recibe.

4. Pereza
Es una trampa en la que caen hasta los que evitan el narcisismo: suponer que saben qué es importante medir sin pensarlo dos veces. Un fabricante de semiconductores consideraba muchos aspectos de su operación de procesamiento de pedidos, pero no el aspecto crítico para el cliente —cuánto tiempo transcurría desde que realizaba el pedido hasta que la compañía le daba una fecha de entrega—, sencillamente porque nunca pensó en preguntarle qué era importante para él.

5. Mezquindad
A menudo, las organizaciones miden sólo una pequeña parte de lo que importa. Un proveedor de sistemas de telecomunicaciones rechazó la idea de que los clientes hicieran sus propias reparaciones, porque eso requeriría enviar las piezas de repuesto a las instalaciones del cliente, lo cual aumentaría sus niveles de inventario, un indicador clave de la compañía. Perdió de vista el hecho de que el indicador más significativo es el costo total de mantenimiento —la suma de los costos laborales más los costos de inventario—, y que el aumento del inventario de piezas se vería compensado con creces por la reducción de los costos laborales que el nuevo enfoque conllevaría.

6. Necedad
Muchas compañías utilizan indicadores sin pensar en las consecuencias que tendrán en la conducta de los empleados y, en última instancia, en el desempeño de la empresa. Las personas siempre buscarán mejorar un indicador catalogado como importante —en especial si se las recompensa por ello—, aun cuando tenga resultados contraproducentes, como sucedió en una cadena de comidas rápidas especializada en pollo.

La empresa decidió mejorar su desempeño financiero mediante la reducción de desperdicios (el pollo cocinado pero no vendido, que al final del día debía tirarse a la basura). En muchos casos, los gerentes de los restaurantes recomendaron al personal que no empezaran la cocción hasta recibir el pedido. Por lo tanto, una cadena de comidas rápidas se convirtió en otra de comidas lentas. Bajaron los desperdicios, pero también las ventas.

7. Frivolidad
Puede ser el pecado más grave, porque implica falta de seriedad a la hora de medir. Discutir por los indicadores, encontrar excusas para el bajo desempeño en lugar de rastrear las causas, y buscar la manera de transferir culpas a los demás, son actitudes que denotan superficialidad.

Cuando el interés propio o el cargo jerárquico pesan más que los datos objetivos, hasta los indicadores diseñados e implementados con mayor cuidado tienen escaso valor.
 

Cómo decidir qué medir

La primera clave es poner el énfasis en los procesos de negocios "end-to-end" (de punta a punta): es decir, la secuencia de actividades que crean valor para el cliente. Los procesos trascienden a las funciones, y son los mecanismos por los cuales se integran las diferentes actividades corporativas para obtener resultados. En general, una empresa tiene entre cinco y 10 procesos de negocios esenciales, cada uno de los cuales puede descomponerse en un número similar de subprocesos. Al concentrar su sistema de medición en los procesos, y no en las funciones, una empresa podrá alinear unidades diferentes, a fin de que tengan un foco común. Así, en lugar de tratar de optimizar su propio indicador, todos los departamentos trabajarán juntos para mejorar el desempeño de los procesos en los que intervienen.

La segunda clave para garantizar la elección de los indicadores apropiados es determinar los impulsores de los resultados de la empresa en términos de esos procesos. A fin de clarificar el concepto, consideremos el caso de un minorista de indumentaria que buscaba aumentar sus ingresos. Muchos de sus ejecutivos propusieron mejorar la estrategia publicitaria, convencidos de que así atraerían más compradores a las tiendas. Sin embargo, el director de Operaciones decidió encarar un ejercicio con el objetivo de determinar los factores críticos para el éxito e identificar los indicadores capaces de capturarlos. Una versión simplificada de su análisis indicó lo siguiente: si queremos aumentar los ingresos hay que atraer más compradores y venderles más; en consecuencia, son importantes el indicador de cantidad de personas que visitan las tiendas y el de la "tasa de conversión" (el porcentaje de clientes que realmente efectúan una compra).

Sin embargo, ambos eran indicadores de resultados: metas deseables, pero que no podían conseguirse sin que mediara una acción directa. Por lo tanto, había que definir los impulsores de esos resultados: los factores necesarios para atraer más clientes y aumentar la tasa de conversión.

La efectividad de la publicidad y la calidad del producto se identificaron como impulsores clave de las visitas a las tiendas. En consecuencia, debían medirse. Los ejecutivos también llegaron a la conclusión de que los factores para incrementar la tasa de conversión eran dos: garantizar la presencia de los productos en las estanterías y tener suficientes vendedores disponibles a fin de ayudar a los clientes a decidir su compra. Ambos fueron reconocidos, además, como indicadores de peso.

La hipótesis de que la clave para mejorar los ingresos estaba en la publicidad resultó ser falsa. Tras medir el tráfico de clientes, la efectividad de los anuncios publicitarios y la calidad del producto, la empresa detectó que todos estaban en niveles entre aceptables y muy buenos.

El problema residía en la tasa de conversión —la cantidad de visitantes que concretaban una compra no era suficiente—, y tenía dos raíces: la disponibilidad de productos y la relación clientes-vendedores no llegaban a niveles aceptables. Por lo tanto, eran las áreas que requerían atención. ¿Cómo podían mejorarse? La respuesta surgió al hacer la conexión con los procesos. Para cada factor que se medía, había que identificar aquellos procesos que lo afectaban. Así, el factor se convierte en el indicador clave de cada proceso, y la mejora del indicador se logra por medio de la gestión de procesos: ejecución eficiente, mejora continua y un rediseño completo cuando haga falta.

La empresa reconoció que la disponibilidad de productos en las tiendas era producto del proceso de la cadena de abastecimiento, de forma tal que se convirtió en un indicador clave de ese proceso. A su vez, la relación clientes-vendedores estaba definida por el proceso de planificación de personal. Una vez que se hicieron cambios en cada uno de esos procesos para mejorar los indicadores, la tasa de conversión aumentó y, por consiguiente, crecieron los ingresos.

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